En la pandemia nos quedamos en la casa. Nos despertamos en la casa, trabajamos en la casa, comemos en la casa, descansamos en la casa. Nos habían dicho antes de la pandemia que nuestras ganas de conocer nuevos lugares y tener nuevas cosas era insaciable; nos lo decían en las películas, en la publicidad constantemente renovada, en las agencias de viaje con agendas cada vez más apretadas. Pero ahora en la pandemia nos quedamos en la casa. Sin contar las pantallas, que siguen seduciéndonos con posibilidades infinitas para escapar (aparentemente) de la monotonía, nos quedamos en un espacio limitado.
Estuve 3 meses sin salir a la casa por más de una hora al día. Pasé ese tiempo con mi madre, mi padre y mis dos hermanos. El panorama no pintaba bien: mis hermanos deportistas y amigueros llenaban su tiempo con videojuegos, mis papás lidiaban con el peso de la no productividad laboral y sus implicaciones económicas y yo quería ir a la universidad, encontrarme espontáneamente a mis amigos y meterme a un río de agua helada. Quería no saber a quién vería el día siguiente ni qué lugar me acogería para hacer tareas.
Una de las clases que estaba viendo cuando empezó el drama del encierro era pintura básica. Me estaba encantando esa clase y temí cuando anunciaron que todas las clases serían virtuales. Tuve que comprar pinturas nuevas para tener en la casa y busqué por internet alguna tienda de arte que no hubiera cerrado y que hiciera domicilios. Encontré una. Escribí y me respondieron que tenían lo que yo buscaba pero que tendría que ser paciente, pues estaban recibiendo más pedidos que nunca y sólo había un domiciliario al día con permiso para salir en el pico y cédula. Me alegré de haber encontrado pinturas para mi clase y le dije a la profesora que llegarían para la próxima clase. En clase, todos los compañeros dijeron también que habían pedido materiales pero que las tiendas tenían muchos pedidos y todo estaba demorado. Mi profesora, que nunca parecía parar de leer, ver y hacer pintura, siempre mantuvo una actitud alegre y activa.
La mayoría de mis compañeros eran callados y no participaban mucho en la clase virtual pero todos hicieron los trabajos con dedicación. Pintábamos lo que veíamos desde la ventana, los rincones entre dos paredes, los sofás…Algunos compañeros no habían logrado conseguir todas las pinturas que la profesora había recomendado y limitaban su uso del color. Si no había amarillo para mezclar con azul y hacer verde, las plantas se pintaban de azul. Estábamos aprendiendo a seguir con la clase en el medio de una situación mundial de límites nuevos y reglas distintas.
Fue interesante ver como José, que en las clases presenciales no se demoraba mucho haciendo sus pinturas, de repente llegaba a las clases virtuales con trabajos muy detallados y dedicados. Mariana, que nunca consiguió amarillo, seguía entusiasmada con sus trabajos en los que el azul y el rojo tenían un protagonismo inusual. Yo arreglé y moví algunos muebles de mi casa para apartar un rincón que destiné a mi clase de pintura y ahí pasé varias horas mientras mis papás iban arreglando y ajustando las finanzas familiares y aprendiendo a acompañarse en el estrés del ocio de un martes a las 9am.
Mi profesora, que siempre se conectaba muy puntual a la clase y nos contaba sobre sus nuevas lecturas y los ejercicios que se le habían ocurrido, parecía ajena a la realidad sanitaria. Tenía la tranquilidad y el entusiasmo usuales. Nos recomendaba que no usáramos óleos en espacios cerrados porque era malo para nuestra salud y decía que si no teníamos algún patio o terraza, cambiáramos los óleos por acrílicos. Al final de clase, dejando de lado los temas de clase, nos decía que si nos estábamos sintiendo bien y nos animaba a tomarnos con calma el semestre para poder ayudar a nuestras familias. José contaba que a pesar de que su casa era oscura, había logrado montar una estación de trabajo con vasos de agua para mantener los pinceles limpios y una lámpara para poder seguir trabajando en la noche y en los días grises.
Durante esa clase, mi casa empezó a sentirse cada vez menos conocida. Me di cuenta de la manera en que la luz pegaba a la esquina de la sala, oscureciendo una pared y haciendo que la otra, por contraste, se viera clara. El arte parecía haber sido, para la profesora, para José y para mí, una manera de lidiar con la crisis y de encontrar como saciar el apetito del extrañamiento sin necesidad de mucho. He logrado hacer que esta práctica se vuelva parte de mi cotidianidad. Entro a mi casa y a veces veo que las hojas de las materas se han estado rotando para buscar la luz del sol. Veo que el sofá ha estado perdiendo su color en las zonas en las que recibe rayos de sol y que los jueves que mi mamá almuerza en la casa, la cocina y el comedor huelen a verduras desde la mañana. Mi profesora no parecía aburrirse y aunque algunas veces nos contó que estaba angustiada de volver a la universidad porque le aterrorizaba el virus y que estaba estresada porque su hija estaba en Suiza y no podía viajar a Colombia, siempre parecía encontrar nuevos intereses y entusiasmo en las posibilidades que le daba la pintura y que nos daba ella al enseñarnos pintura. Con mis clases de arte he sentido, a pesar del encierro, que los lugares se hacen grandes y yo me hago pequeña; que nunca se agotan los lugares si se miran sin afán y con disposición.
Los estudiantes de arte se estresan a veces por las oportunidades laborales. Mariana, que es del consejo estudiantil, ha tenido la iniciativa de buscar oportunidades laborales de arte en Bogotá y compartirlas con los estudiantes. Pero parece que en épocas de crisis el arte no tiene cabida. Parece ser concebido como un pasatiempos lujoso pero para nada importante o esencial. Es curioso, sin embargo, como la pintura nos dejó vivir encerrados en la casa sin desesperar ni perder en entusiasmo.