Me repugna el reflejo que el espejo proyecta sobre mí. Lo odio. Lo odio tanto. Detesto las imágenes en donde aparezco. No me gustan los álbumes familiares, ni las publicaciones grupales de Instagram. Me produce un nauseabundo malestar ver esas burdas representaciones. La fotografía desfigura mi rostro, me convierte en otro ente: esos ojos vidriosos y esa sonrisa torcida no me pertenecen. Tampoco me pertenecen esas arrugas de la comisura de los ojos, ni el hoyuelo de la mejilla, ni las manchas que cubren mi nariz. Nada de eso soy yo.
A la gente le gusta disfrazar sus comentarios, suelen decirme que me veo bien, que tengo una mirada vivaz y una sonrisa hermosa. Pero yo no veo ninguno de esos atributos en la imagen, mis ojos son dos cuencas vacías y mi gesto no expresa otra cosa que dolor.
Cuando le digo a mis allegados que prefiero mantenerme alejada del lente fotográfico, ellos siempre me recriminan, creen que estoy acomplejada por mi físico. No, no es eso. Realmente no me importa que no pueda ser considerada como una mujer atractiva, esa mierda me tiene sin cuidado. Lo que me inquieta es que la imagen que esconde el espejo no soy yo. Ese ser podría ser cualquier otra persona. El retrato, ningún retrato es capaz de capturar ni transcribir mi esencia. Ni en la superficie del espejo, ni en el de la foto se inscribe mi esencia.
Y carajo, yo sé que en la fotografía uno sale tal cual es y que hay una correlación con la realidad. Pero, allí, dentro de la superficie fotosensible, esa persona que aparece no soy yo. Esa representación no soy yo. Es como querer decir que la partitura es música, es tratar de rebajar la melodía a un sistema de representación escrita. Del mismo modo que la partitura no es música, yo tampoco soy el contenido de esa o aquella foto.
Para mí, la fotografía es un medio que roba. Su esencia es ir vaciando los momentos de las personas para apropiárselos. Las cenas familiares, las salidas con amigos, las citas con la pareja o los viajes dejan de ser una memoria del individuo. Se convierten en eventos descontextualizados, en personas sin rostro ni alma. Ni ese cálido recuerdo se salva del abismo, todo es engullido por la frialdad del lente fotográfico, una mirada objetiva y despersonalizada.
Y, lo chistoso es que la fotografía es un medio débil, tan débil que deforma la realidad a su paso, siempre necesita de un texto que la sustente y la fundamento. Sin ese apartado de escritura, la mímesis fotográfica se convierte en ficción.