Dormir

Ayer (pero desde hace ya unos días, realmente) mire por una pequeña ventana en mi cuarto. Era extraña, no cuadraba en donde estaba, ni mucho menos el hecho de hubiese una ventana que antes no existía. Había aparecido de un día para el otro. Solo, no pertenecía allí. Era artificial, tenía que serlo. – ¿Lo era? – empecé a dudar. Hasta cuanto más pude mirar, vi a través de ella. Sí. Al otro lado había una habitación, amplia, – debe ser la sala – pensaba (evidentemente lo era). Era, sin embargo (y aunque mantuviera fuera de mi alcance en el momento), la cocina el escenario principal de la ventana que, pegada con la sala creaban una especie de entrecruzado de baldosas azules, blancas y amarillas que, impulsadas, no se detuvieron en esa acción de entrecruzarse las unas con las otras. Después de un tiempo, buena parte de la pared de mi cuarto, descascarada por lo que fuera que estuviese ocurriendo, dejó al descubierto más y más baldosas: azules, blancas, amarillas. Tampoco sabría explicar por qué, pero estaba segure de que eso era una invitación y, sin pensarlo mucho más de lo que debí, cruce la estrecha ventana.

Al otro lado, una ventana que cubría de lado a lado la sala dejaba a la luz del sol iluminar todo el espacio. Ya fijándome más en los detalles del lugar descubrí la cocina que, aunque sin ventana propia, parecía valerse de la única que al parecer había. Hacía calor, pero no era por el sol, que parecía ser artificial, como si solo existiera para iluminar el escenario. El calor era profundo, como ese calor de dormir bajo mil cobijas, pero no en compañía, solo las cobijas, alimentadas por el propio valor corporal, los tejidos, capas y capas y capas de cobijos. Mi cabeza se soltó, era pesada. Solo quería lanzarse volando al ancho e inacabable sofá bajo la ventana, de pronto esconderme de la luz. Si. Quería eso, que no hubiera luz. Luego, de la cabeza, ese peso se fue a mis brazos, y luego al torso y piernas y todo, me pesaba todo. Y, así, con mi mirada perdida en la cocina, vi aparecer una figura. Una mujer no muy alta se acababa de levantar de las heladas baldosas de la cocina. Ella se estiró, elevando, con dedos entrecruzados, sus brazos y poniéndose en la punta de sus pies. Su piel era pálida, casi traslúcida, casi azul. Como fantasmal.

Mis ojos, cansados, apenas tuvieron la fuerza para reconocer su rostro. La reconocí. Si. De ese libro que hace tanto leí. ¿Que hace ella acá? – me pregunto ahora (ayer no tenía ninguna forma de cuestionarme nada, mis párpados a duras penas se mantenían abiertos). Ella, con tacto suave y moviéndome gentilmente, me guio hacia el sofá – bienvenida a casa, puedes quedarte aquí cuanto quieras – dijo. Yo, enfocada en que quería descansar, no le di importancia a ninguna otra cosa. Nada. Solo quería acostarme y encerrarme en las miles de cobijas que me ofrecía la habitación de mi ventana. La mujer de aquel libro me ayudó a acomodarme. Me arropó (al menos las, por ahí, diez cobijas sobre las ya otras quince que debían haber) y tras ese extraño ritual de afecto y confianza incondicional, en una voz muy tenue, dijo – duerme bien, si me necesitas puedes despertarme – y tras un bostezo, concluyó – estaré dormida, en la cocina, frente a la nevera –. “ ah, amo la cocina” pensó finalmente, mientras bostezaba otra vez. No lo dijo, pero lo pensó, yo sabía que lo pensó. Yo lo vi.

Acabo de despertar, y las cobijas son muy pesadas. No me quieren dejar salir y, para ser honesta, no quiero hacerlo. No. Quiero quedarme acá. Dormir. Dormir. Que me ahoguen las cobijas. Que no haya forma de salir. Quiero dormir. Solo dormir.