Este es el pequeño paraíso que aún nos queda desde el edén;
uno cuyas puertas se nos aparecen en el duro concreto de una esquina, en el musgo que crece sobre un árbol, en los azulejos que acarician nuestras manos;
uno cuyas puertas nos encierran para que ni Dios nos vea;
uno en cuyas puertas nos escodemos para jugar con la serpiente como si estuviésemos en medio de la selva, para arriesgarnos a ser mordidos con su dulce néctar, para volver a deleitarnos con el fruto de su veneno;
uno cuyas puertas a las que si Dios vuelve y golpea le diré: está ocupado.