El problema era que el espejo reflejaba el brillo del sol, pero no brillaba por sí solo, no tenía luz propia y eso lo oscurecía.
El problema era que el espejo susurraba secretos a quien se atreviera a tocar, revelando lo malo, bueno, vengativo y esperanzador de aquel curioso.
El problema era que el espejo duplicaba cada gesto con exactitud, menos la sonrisa, que siempre aparecía torcida, llena de un extraño anhelo.
El problema era que el espejo abría en la pared un portal diminuto, por donde se escapaban fragmentos de sueños cuando el sol dejaba de brillar.
El problema era que el espejo memorizaba el reflejo de las sombras, y al anochecer las liberaba para danzar en silencio por la habitación.
El problema era que el espejo nunca mostraba su propio interior, como si temiera que alguien descubriera su latido, suyo, propio de él.
El problema era que el espejo era un espejo.