La mamá de Rosario acababa de despertar al medio día. Papito traía vestidos nuevos para ella y Martina, pero a Rosario a escondidas le entregó una caja de zapatos.
“Usted sí es consentida, ¿no?” Martina se recostó en el marco de la puerta del cuarto. “Tan cansona, e igual le paran bolas a todo. Qué injusto” Refunfuñó, y se fue antes de que Rosario pudiera responder con sus filudos pullazos que siempre atinan a dónde más duelen.
La tarde caía, y la luz gris de un día frio se escurecía. Rosario pasó por el cuarto de la mamá. Aún más frio que la temperatura de afuera. Algunas veces hasta parecía cómo si las esquinas de solo ese cuarto acumularan hielo, como si fuera invierno. Anticuadas cortinas verdes floreadas, pesadas como la modorra que rodeaba a la mamá.
“Vega pa’ acá. Siéntese conmigo.”
La mamá llevaba enferma desde que Rosario tenía memoria. 12 años la llevaba viendo recostada entre las mismas cobijas tejidas blancas. Ella era muy antipática, seca, y a Rosario le aburría, ya que simplemente la señora no era capáz de darle atención y el trato especial como le daba su papito.
Rosario, igualmente, siguió su instrucción. Era una circumstancia rara, a decir verdad, y quizás la intriga le ganó sobre su rabonería.
“Deme la mano” Rosario se irritó por su tono, pero igual deslizó sus manos a entrelazarce con los huesudos dedos de su mamá.
“Usted ya está grande. Tiene que casarse pronto, mientras esté bonita y tenga energía para cuidar a los niños. Consígase a alguien de buena familia, que la pueda mantener”
“Ay mamá yo sé, yo sé. Déjeme hacer las cosas a mí, y no me trate como una niña chiquita”
De ahí en adelante, un silencio. Duraron unos minutos más juntadas del hombro, la mamá consintiendo por primera vez en su vida a su hija.
Esa misma noche, la mamá murió. Quién sabe de qué, no importa. En ese mismo instante pasaron esfumados dos años y Rosario ya estaba casada con Julio, un huérfano, y embarazada con su primera hija, Beatriz.
Dos niños criando a otros niños. Se mudaron a una casa en la 40. Reitero, Rosario no tenía idea de cómo criar niños. Sin mamá, sin su hermana mayor que le enseñara cómo una mujer debería ser. Los niños eran revoltosos y curiosos, y Rosario, aunque era increíblemente carismática para hacer contactos y conseguir trabajos que no requirieran si quiera un trabajo, era una mujer brusca e irritable en casa.
Aún era jóven, salía a rumbear y se levantaba a cuanto hombre la viera. Se quedó bajita, pero sin duda sus pechos eran lo primero que ocupaban la mirada. Le ofrecían carros, joyas, hasta dinero solo por la oportunidad de acostarse con ella. Rosario, tenía otras prioridades; no le importaba nada de eso, ella solo quería a un hombre romántico, sensual, idealista y soñador.
El francés fue uno de ellos, extrangero, apasionado, poético. Él la sacaba a comer en restaurantes finos al centro, y ella cuando su esposo Julio no estaba en la casa, lo ivitaba a su casa a visitar. Tomaban tinto y fumaban en el cuarto principal.
Rosario no lo dice, porque al día de hoy le apena mucho confesar que el francés es el padre verdadero de su hija menor.
Al fin y al cabo, esa niña no tuvo ningún papá. Julio vendió toda la platería para huir en una noche a Valledupar, a encontrarse con otra mujer con la que se llevaba intercambiando cartas unos meses.
Ella quedó sola, sin dinero, con tres niños chiquitos. Se convirtió cada vez más iracible, les pegaba y utilizaba a la menor como mano derecha que acusara a sus hermanos y sirviera de ejemplo para ellos.
Rosario nunca había tomado un trago en su vida hasta los 30 años, y todo lo que no tomó en ese tiempo se lo zampó en el espacio de cuantos meses. Cuando tomaba, era otra persona, como si estuviera poseida. Consciente, era la mujer buena con las palabras, persuasiva que amaban por fuera de casa. Tomada, su cara se tornaba irreconocible, insultaba a sus hijos, tomaba horas pelando las papas para el caldo, y se iba a dormir llorando.
Ella ahora, supongo que es una mujer algo más sabia. Cuenta a sus nietos de manera preventiva todo lo qu efue su vida, claro, saltándose los detalles más vergonzosos y tabú. Sus hijos, la quieren pero la resienten, la buscan, pero ella ni ellos tienen cómo articular la necesidad de encontrarse en su mayor vulnerabilidad, de destapar los secretos y afrontarlos como son.
Rosario sigue siendo terca, rabona, quisquillosa y consentida, pero ahora vieja y sola, no tiene sino la alternativa de intentar vivir lo que ella no a travéz de sus más cercanos. La quieren, pero la resienten. Ella también, los quiere, pero los resiente.