Cómo era usual, mi cuerpo parecía querer autodestruirse. Mis pulmones, sin energía, inhalaban el poco aire que la ácida y empalagosa sensación de este les permitía y mi corazón, que apenas podía seguir el paso, mantenía el oxígeno almacenado en mi pecho, tensionándolo de tal forma que se sentía como si me fuera a dar un paro cardíaco (no que yo sepa cómo es esa sensación). Así, la poca sangre que trataba de llenar mi organismo apenas era suficiente para mover mis extremidades, de tal manera que parecía una marioneta controlada por la titiritera más inútil del mundo. Apenas tenía fuerzas para agarrarme a algo y, de pronto, no caer ante la menor inconveniencia.
Ese día (también como siempre), hui lo más rápido posible de mi casa. No podía soportar las expresiones de lástima en las caras y tonos de voz de mis papás. Por más que ellos no lo vieran así, era evidente. Ellos me tenían lástima. Sus voces siempre eran suaves, con tonos pasivo-agresivos con los que siempre buscaban indirectamente echarme en cara algo. Mis hábitos. Mis prioridades (o lo que éstas eran para ellos). Sus prioridades. Mi identidad. Siempre tenían algo que decirme y yo ya había perdido la paciencia para escuchar, así que, apenas me levantaba, me bañaba, si es que lo hacía, me tomaba de pronto un café y salía a la calle.
Era miércoles. No alcanzaban a ser las seis de la mañana y, aunque no tenía clase sino hasta las dos, yo ya estaba de camino a la universidad. Llevaba una falda larga que le robé a mi mamá y una camisa una o dos tallas más grande, con el cuello cortado, que ella odiaba. Hacía frio. Mucho frío. Iba caminando hacia la estación de mi bus y el viento de la madrugada cubría todo mi cuerpo que, como si fuera un robot defectuoso, se vio invadido por cientos de contracciones musculares que no podía controlar. Era fácil culpar a mi ropa de aquella impotencia (¿O revuelta?) corporal que sufrí, sin embargo ¿por qué lo haría? Estas eran, de lejos, mi falda y camiseta favoritas. Ambas eran lo suficientemente grandes para disimular mi contextura, obviamente, masculina. Ni mi espalda y hombros, anchos, ni mi cintura, carente de forma, nada, no había nada que esta ropa no pudiera arreglar o, más bien, esconder.
Esta era MI ropa, con la que no tenía que sentir que aparentaba ser yo. ¡Incluso mejor! no tenía que aparentar ser alguien que no era. Esta era la ropa con la que personas, extrañas, me llamaban “chica”, “ella”, “amiga”. Yo era ELLA, la chica que caminaba frente a una persona camino al bus, la chica que se sentaba al pie de otra ya en este, la amiga de un amigue. ELLA. Yo era ella.