A las 9 de la noche saliendo de la universidad, super agotada y solo imaginándome mi cama y mi almohada. Voy caminando hacia la estación del Transmilenio con mis audífonos puestos, escuchando “Bachata En Fukuoka” de Juan Luis Guerra. Solo quiero evitar chocar miradas con extraños, o conocidos, no tengo ganas de sociedad. Paro de caminar antes de cruzar la calle.
El semáforo está en rojo.
“Nueve horas a París viajé sin saberlo”.
Hay un grupo grande de muchachos en frente mío. Que pesadilla. Agacho la mirada aún más, cómo si esto fuera posible. Mis tenis están sucios.
El semáforo está en amarillo.
“Y un atardecer pintó de canvas el cielo”.
Veo las bocas abrirse. No sé si gritan de emoción o de dolor, pero gritan.
El semáforo está en verde.
“Aquí me enseñó arigatou gozaimasu”
Empiezo a caminar, a cruzar la calle. Alguien se me acerca por detrás, me agarra el brazo de gancho.
Instantáneamente estoy en mi uniforme del colegio camino a mi casa con mi hermana a las 7 de la noche.
Siempre es la luna la que vislumbra las desdichas. Mis desdichas.
Dos hombres se nos acercan y nos piden direcciones. Mi hermana, con
inteligencia de calle, sigue caminando, ignorando a los hombres. Yo, pendeja
de calle, paro a darles indicaciones, porque obvio era imposible que esos
hombres no supieran llegar a la autopista que estaba a unas cuadras
caminando derecho. Entre los dos nos acorralaron, cada uno a cada extremo de cada una de nosotras, nos apuntaron con su revólver. “Sigan caminando. No hagan ningún ruido”. “Allá está nuestra camioneta, nos las llevamos”.
Me choco con alguien.
“En el mar las gaviotas”.
Vuelvo a estar frente a universidades. “Que pena”.
La persona sigue caminando, ignorando, como si sus ojos no vieran, no captarán que ya sacaron un cuchillo y me lo enterraron. Lo deslizaron con una precisión casi etérea. El ahora abismo en mi vientre me deja ver como mi carne se mueve. Cada fibra roja levanta las manos rindiéndose una a una. En un instante mi estomago es un mapa geográfico con convenciones de colores, olores y texturas.
Me cubren la boca, ya lo sé. Su olor más bien ausente, casi como ese
medicamento viejo al fondo de mi gabinete del baño, lo delata. Metal, hierbas secas y un amargor insinuado. Intenta ser discreto, pasar inadvertido a las personas que caminan a mi alrededor.
El tiempo y la realidad desvaneciéndose silenciosamente frente a mí. Casi
cómo mi terapia o meditar en mi clase de yoga, desprendida, liberada de la
rigidez del pensamiento y de la tensión en mi cuerpo.
Me despierto de esa calma inquietante. Mis ojos, o tuertos o ignorantes, solo
ven negro, vacío. Se encienden unas luces, parecen levitar.
¿Estoy en el espacio recolectando estrellas o son estas luces voladoras los
ángeles que vienen a llevarme?
Solo escucho mi cuerpo palpitante, lento, sin preocupaciones, sin darse
cuenta. Unos golpes secos suenan métricamente a la lejanía, pero se acercan con un murmullo rítmico que desgarra la quietud del espacio negro. Siento la vibración en el lugar. Son pasos, pasos que marcan el compás de mis latidos.
Lo veo.
Veo cómo saca de su pantalón un arma, me apuntan. La bala penetra la parte posterior de mi cráneo. Veo cómo atraviesa la tabla externa del hueso
occipital, una estructura diseñada para proteger mi cerebro. En cuestión de
milisegundos la bala desmantelo mi guarida, mi sostén. Reveló sin repudio
alguno todo mi interior, mi cráneo se convirtió en un umbral. Veo la telaraña
de fracturas extenderse por el hueso, como una coreografía de fibras, un
patrón de impulsos. Veo como se encuentra con una masa blanda, viscosa,
gelatinosa, y veo cómo está se entrega sumisa a la penetración rápida de la
bala.
Ansiosa, emocionada, al punto de la excitación.
Los tejidos se expanden y colapsan violentamente a su paso, una explosión a escala nuclear cuyas ondas destructivas van evaporando cualquier rastro de conexión vital que haya existido, si es que han existido alguna vez.
La bala está cerca, me va a abandonar.
La energía acumulada en este acto brutal, pero íntimo, estalla. Proyectiles
de guerra ósea son disparados hacia afuera, anunciando a todo el qué mira
que esté es el final. Mi cráneo desfigurado, en cuerpo y alma, ahora es un
pasadizo, un canal de trayectorias que desvelan, sin dramatismo alguno, la
intimidad de lo que soy.
Risas.
“Y llegó la hora de partir y decir sayonara”.
Mis ojos ya no tuertos ni ignorantes lo ven. Universidades. Por fin me voy a
voltear; por fin voy a enfrentar a mi verdugo; por fin decido mirar a la reina
roja anticipando mi propio “¡que le corten la cabeza!”.
Sus rasgos se me hacen familiares. Poco a poco observo su pelo largo con
partes rubias. Sus aretes largos en forma de luna. Sus pestañas enchurcadas
con una capa espesa de pestañina negra.
No era un él, era una ella. No era la reina roja, era Camila. Mi amiga y su
novio. Dos personas que sin saberlo me hicieron ver el fin del mundo en un
lapso de 5 segundos. Al parecer, mi reacción no fue suficiente para ellos.
— ¡Casi me matan de un susto!
— ¿Uy, pero así de tranquila te volteas cuando te van a robar?
Mi cansancio y mis pocas ganas de ver gente, además de mi paro cardiaco
imaginario, prenden esa llamita dentro de mí.
Me emputa cómo las otras personas se meten en todo lo que hago. Me dan
ganas de responder “porque si” a todo. O sea ¿Quiénes son ustedes para
cuestionar mi hacer o no hacer?
No voy a decir nada. Algo que aprendí de mi familia es el misterio. Tragarme
mis rabias en el momento y después explotar. Sola. Sin herir a nadie más
que a mí misma. Me niego a hablar.
“Vivir bachata en Fukuoka”.