Piensa en todas las palabras.
Piensa en si la lluvia que suena aquí y ahora es la misma que sonaba en tu infancia.
Me gustaría soñar con que soy una viejita con solo un teléfono fijo, y ninguna de esas cacorradas de celular con TikTok e Instagram.
Quisiera que mi vejez fuera dulce y amañadora, tranquila, aburrida incluso. Y quedarme todo el día mirando ventanas, cocinando, tejiendo, atendiendo jardines, rememorando. No sé si esas viejitas que venden dulces, tinto y cigarrillos en las calles se les vaya el tiempo pensando.
Considero que debería tener menos miedo, pasar menos tiempo en mi celular, salir y esas cosas. Como está lloviendo me imagino el escribir en un bus, pero como escribir en los buses es malo (y encima el otro día soñé que se me desprendía la retina), entonces haría una grabación, y todos en el bus me mirarían raro, pero como yo sería una viejita desapegada de las visiones del mundo y con un amor por lo raro, entonces no me importaría. Además, porque a mí me gusta escuchar de las vidas de los extraños cuando viajo en bus, sus llamadas, sus familiares, sus chismes, sus viajes, que la fecha, que el clima, que venga mijo, salude a su papá.
Entonces yo, en vez de leer, escribir o dibujar en un vehículo publico haría una grabación de audio, un soliloquio sobre el paisaje; sobre los negocios que vea pasar, sobre los perros, y las palomas, y sobre como la lluvia y el tráfico no dejan escuchar nada. Y hablaría todo el trayecto, de bus en bus por toda la ciudad, y así me sentiría mejor, más conocedora del espacio, de esta maldita ciudad inmensa y horrible, y como sería una viejita, la mayoría de las personas me dejarían ser con mis palabras y opiniones. Ya no se trata de regionalismo sino de una pobre vieja terca que no va a cambiar de opinión, y nadie le dirá nada, pues ellos saben que la vieja ha vivido mejores paisajes, porque se le ve en la cara, en la falta de miedo y en el fondo de los ojos, en la memoria.
Y es que la vieja también sabe que es cuestión de perspectiva, y que a lo mejor cuando sienta que esta es de viaje o de visita, lo vea y le resulte bello. Pues entonces será capaz de evaluar el trayecto de bus y sus paisajes por lo que son y lo que ofrecen, y no por lo que les falta en comparación a los montes, los barrios y las vistas que la vieja añora. Pasa que, la vieja vive con una angustia lejana de que, incluso cuando vuelva a sus montes, a sus barrios y a sus vistas, a todos les van a faltar algo, y cuando vuelva ya no serán los mismos, y ya no estarán habitados por las mismas personas que alguna vez les dieron a esos sitios tanta vida.
Ahora son todos extranjeros, que hicieron que el resto se marchara, y cuando la vieja se acuerda de esto, se pone a llorar, diciéndole a su grabadora que desearía irse al lugar más recóndito de su país, a donde nacieron sus abuelos, a irse a cuidar de ese ranchito marcado en sus tejas y sus paredes del tiempo y del abandono. Cuidarlo años en completo silencio. Plantando, recolectando, descascarando, vendiendo la semilla de esa pepita roja que crece en los arbustos que a los gringos tanto les gusta, que puta mierda.
Y entonces, la vieja reconsidera, y decide que el café será únicamente para ella y para los vecinos, y que de resto iba a plantar papa y yuca, y frijoles también. Y vendrían los niños de la vecina a preguntarle cosas de allá afuera; de la ciudad, de los animales, de las estrellas, de las historias de las cosas, y entonces ella les contaría mientras se hace el almuerzo, recordando lejanamente de cuando ella tenía veinte y vivía en Bogotá, y se hacía aquellos miserables paqueticos de Ají-no-men de almuerzo cuando los ánimos apenas le daban para llorar. Llorar y reinventarse cada dos semanas, todos los meses, por cuatro años.
Y la vieja rememoraba mientras se hacía sus frijoles con aguacate y platanito frito, que se servía con el arroz que le trajo la vecina, pensando en aquellas épocas de tanto llorar. (como de esos años casi no recuerda nada, entonces le gusta jugar a inventárselo). Se le ocurre pensar en esa muchacha más joven como en una mata en el clima equivocado. La vieja se acuerda de una vez que el sacerdote del pueblo se fue de viaje a la costa, y que cuando volvió, vino y le trajo una mata de ñame en lugar del kilo de ñame que la vieja le había encargado, era una lástima, pero la vieja no iba a rechazar el gesto, pues el padre le decía que ella tenía muy buena mano pa´ cuidar de las matas entonces que seguro hacía florecer la matica.
Entonces, plantó la mata de ñame en una matera al lado de la cocina. Ya va para tres años esa pobre mata de ñame, y hasta el mejor fertilizante le quema las raíces, ni con todos los cuidados del mundo esa mata alguna vez llegó a dar algo, nunca. Y eso que a veces parecía que estaba más feliz, y cada mes o dos sacaba una que otra hoja nueva. La vieja piensa en aquella muchacha que alguna vez fue como en esa mata. Tal vez es por eso por lo que le insiste tanto, porque no la quiere ver marchita. Y aunque no diera nada la vieja se contentaba con ver esa mata viva al lado de la cocina, tristona y desalentada, no llegaba a siquiera ser decorativa. Aun así, la vieja se esperanzaba de que algún día la mata de ñame la acompañara de mejores ánimos o que incluso algún día llegara a darle de comer.
En fin, era una vieja ocurrente, hablando en su grabadora en un bús, imaginandose como un ñame. Hombre… debe ser la edad. Uno nunca se imagina lo que se va a encontrar en un bus en Bogotá.
Laura V. Reyes