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Cuando tenía apenas dieciséis, me diagnosticaron un cáncer. La noticia llegó en la que estaba siendo quizás la mejor época de mi vida. Entre otras, había empezado a dejarme largo el cabello. Por fin, en mis crespos encontré un sentido de identidad propia. Y el cáncer llegó para quitármela. De pronto por eso me arrebató un instinto casi primordial de conservar —salvaguardar, proteger— ese cabello que me raparon. Porque en esos primeros crespos está la primera identidad que me sentí orgulloso de llamar mía. Ahora la cargo conmigo, aquella primera persona que fui. En la forma de un frasco de vidrio con tapa dorada (¿o una urna?). Que habita en la penumbra de la repisa más alta de mi clóset. Es un yo que no ha sufrido. preservado en cristal.