Ese día me arrancaron la lengua bajándome de un bus por la décima con once. Estaba haciendo sol y se me habían quedado las llaves. De ida había alcanzado a avanzar tres cuadras y en lo que me devolvía, en otro bus, me hice la que estaba buscando el billete para que cuando llegara, yo me bajara como si no hubiera encontrado con qué pagar. Me bajé arrastrando trece sombras que conmigo se habían subido, bajado, vuelto a subir, y bajar. Cuando llegué a mi casa y abrí la boca para lanzar un grito que me devolviera las llaves, en vez de la de las palabras, se me abrió la llave de las lágrimas.
Cuando era niña casi no lloraba, solamente una vez que me tiré de la cuna porque mi mamá no quería alzarme y yo tenía miedo de soñarme con el pastor Elir, que en esa época sonreía como si su esposa le hubiera cosido los pómulos a los párpados y a la gente de la iglesia le encantaba verlo así. Para mi cuerpo de feto, nacido sin querer, los cultos se convertían en océanos de aplausos y alabanzas que siempre terminaban por ahogarme en sueños profundos, y para mi desgracia, eran los colmillos de Elir los que siempre me terminaban arrastrando del útero al coche. Yo le tenía miedo, le tenía miedo a que nada le molestara, a que todo lo perdonara y a que confundiera muchas palabras con el “amén”, “amén”, “amén”.
Apuesto a que si el pastor Elir fuera mujer (igualita, sonriente, bondadosa, todo eso) en la iglesia la odiarían. Una mujer no puede ser tan sonriente ni bondadosa si tiene deseos de carne, porque una mujer racional no siente o la que siente no es racional y así como con trabalenguas que se inventaron los hombres, en las cavernas, cuando vieron a una mujer cultivando todo lo que ellos no podían cazar.
Por eso lloraba ese día. Por eso el tubo se rompió y mis ojos nobles pegados al cráneo estaban cansados de intentar demostrarme que las llaves no se me podían haber quedado si esa mañana me había despedido, prometiendo volver, de la niña a la que abrazo cuando ambas tenemos miedo.