Yo no sé qué es el Tao, nadie lo sabe. El Tao es una totalidad indecible, una fuerza vital inexplicable. El Tao es el vacío y la totalidad de las cosas. El Tao es la esencia de lo inconmensurable y de lo mundano. Para mí, el Tao es esa cámara Rolleiflex que tenía mi mamá. Si uno le hace una reverencia se puede destapar el abismo que develaba el universo. Aunque es un aparato pequeño, es muy pesado. Puede que sea por eso que tiene una gran presencia. La Rolleiflex es capaz de llenar el espacio. Tomar una foto con ella es un ritual: la cámara te exige concentración absoluta, dejar el mundo de lado para enfrentarse al tedio del instante. Uno se queda paralizado ante el “click”, uno no puede respirar, no puede pensar nada más que en la quietud. Y el tiempo cambia, se captura para la eternidad un instante, pero ese instante de por sí es eterno. Es un momento de suprema indefensión: la nada aprovecha para colarse por la rendija de los pensamientos, interpela la existencia de uno. La presencia del vacío no solo cuestiona por qué de la razón de ser, a uno lo hunde en valles de metafísica para luego arrojarlo al mundo, a la imagen. La náusea lo rodea y ya no hay vuelta de hoja, apenas alternativa a ese hastío del tiempo presente. ¿Qué se puede hacer? ¿Dejar la cámara tirada? ¿Buscar una profesión más amena? No, actuarías igual que el Esteta de Kierkegaard, quien siempre buscaba en vano algo que le diese satisfacción. Pero, aquel es tocado por la náusea no tiene derecho a fingir que no ha pasado nada y seguir con su vida ignorando el abismo. Entonces, ¿qué se debe hacer? Tomar la cámara y disparar una y otra vez, hasta que la inspiración se apiade de ti y expanda las fronteras de esa creatividad que dormitaba en tu interior. Pues, todo aquel que ha sufrido y aceptado el tedio como el devenir de la vida, puede llamarse así mismo artista.