En este ensayo se analizará la obra Auras Anónimas de la artista colombiana Beatriz González, como una aproximación a la construcción de memoria histórica en un país fuertemente azotado por la violencia como Colombia; además de esto, se reflexionará sobre la importancia de los litigios artísticos en la sociedad después del conflicto, y la delicadez con que deben hacerse estos para no hurtar el foco de los actores principales: las víctimas. Así, se hará una breve introducción al trabajo de la artista y se dará una explicación de en qué consiste la obra seleccionada, posteriormente se esbozará sobre el papel crucial que juega el arte en la reconstrucción del tejido social y finalmente se harán unos comentarios sobre las manifestaciones artísticas en el conflicto.
Beatriz González nació en Bucaramanga, Colombia en el año 1932, y se graduó de Bellas Artes de la Universidad de Los Andes. Además de esto tiene un curso de grabado de la Academia Van Beeldende Kunsten de Rotterdam, Holanda. Su trabajo se ha enfocado en relatar a través del arte la historia cultural y política colombiana, y especialmente ha elaborado sus obras a partir del trabajo fotográfico de la prensa universal y del país. Sus colegas la reconocen por tener una técnica arriesgada y capaz de desdibujar la concepción tradicional del arte, así como traspasar los límites que se imponen sobre la composición y color de las obras de arte (Banrepcultural, s.f.)
La obra elegida para el ensayo se titula Auras Anónimas y fue realizada por la autora entre 2007 y 2009 en los columbarios del Cementerio Central en Bogotá. Los columbarios son edificios de sepulcros colectivos, donde los romanos tradicionalmente enterraban a sus muertos, y que fueron usados durante el Bogotazo en 1948 para poner los cuerpos de las víctimas fatales que dejó la noche del 9 de abril. Muchos de esos cuerpos fueron recogidos por sus familiares en los días siguientes, pero una cantidad considerable de ellos fueron abandonados en la soledad como permiten ver las fotografías del famoso Sady González. Aproximadamente en 2005 fueron removidos los últimos restos humanos que allí reposaban, dejando lugar a 8.957 fosas que servirían para generar memoria y duelo sobre las víctimas anónimas del conflicto armado (González, 2018). Así, después de transitar por la calle 26 viendo las edificaciones vacías, decidió Beatriz González contactar a su colega Doris Salcedo, quien en años anteriores había aunado esfuerzos para generar una manifestación artística en dichas instalaciones. La alcaldía de Bogotá decidió contratar la propuesta de la artista, y de esta forma se instalarían las más de ocho mil lápidas con ocho dibujos distintos que fueron puestos allí a través de la serigrafía manual. Cuenta González que se inspiró en las fotografías de los cargueros que rondaban en la prensa, para inmortalizarlos y darle un cierre a las auras de todos los muertos que allí estuvieron (Sáez de Ibarra, 2014).
La artista ha querido convertir el espacio desolado y energéticamente cargado de lo que alguna vez albergó a los muertos más humildes del país, en un encuentro de la sociedad con la memoria histórica y la reflexión profunda sobre el conflicto armado que tanto daño ha hecho. Simbolizó a los cargueros como forma de inmortalizar el constante hecho de que, independiente de ser civiles, militares, guerrilleros o paramilitares, son siempre los ciudadanos los que cargan a los muertos por el resto de la vida. Este espacio ha sido reconocido como un monumento a las víctimas y como un recordatorio de todas las vidas que se han entregado en este conflicto armado (CARMA, s.f.). Cuando el autor de este ensayo visitó los columbarios en 2015, sintió especial atracción por el hecho de que aquellos aquí recordados son anónimos, o n.n’s como se les ha catalogado; y le aterra pensar a qué punto ha tenido que llegar la violencia en Colombia para que hayan muertos sin reconocer, como si hubiera una estratificación de los cuerpos dejados en guerra. Es angustiante pensar en los familiares de estas almas, que no conocen el paradero de sus seres queridos y que jamás han podido tener completo el rito del duelo tras el desconocimiento del lugar donde yacen sus cuerpos; sin embargo, la intervención de Beatriz González permite generar un espacio que invite al encuentro, y que ayude a cerrar el ciclo de las almas que aquí se quedaron. Ver tantas figuras de los cargueros, como lo afirman otros espectadores, es como sentirse en una gran marcha del silencio, donde quien observa se siente parte de esta celebración y se hace partícipe, aún sin muerto, de esta caminata fúnebre en la incógnita.
La construcción de estos espacios en una sociedad de post-conflicto son muy relevantes, pues víctimas y victimarios tienen especial derecho a la memoria. Lo importante de estas manifestaciones es que den lugar a todas las voces que quieran aportar, pues con tanta sangre derramada y sin la posibilidad de obtener la concepción de justicia tradicional, la reparación y la no repetición son los pilares para la reconstruir el tejido social. El arte cumple un papel fundamental, pues la violencia y los sucesos traumáticos han roto los tejidos sociales de la comunidad, y por ende funciona como una curación simbólica. Muchas veces las palabras no permiten relatar todo lo que el corazón siente, y encontrar formas para dejar ir ese dolor no es tarea sencilla. Las manifestaciones artísticas como modo de expresión funciona para construir en sociedad y sanar las heridas que dejó la violencia. Además de esto, si la rutinización y el olvido parecen ser la regla en el conflicto armado en Colombia, la recuperación y reconstrucción de la memoria es una tarea fundamental para la verdad, la justicia y la reparación, como afirma el profesor Elkin Rubiano.
Mucho se ha discutido sobre el rol de los artistas en estas manifestaciones, y cómo pueden intentar quedarse con lugares ajenos que no les corresponden en la re-escritura de la historia, por lo cual el autor del presente ensayo se mantiene fuerte en su convicción de que la voz le pertenece a las víctimas del conflicto. Como lo establece Sierra, la importancia de los litigios artísticos está en influenciar las subjetividades, discursos e imaginarios sociales “de manera tal que se incida positivamente sobre la condición de vulnerabilidad de las víctimas, y se contribuya a que las causas de vulnerabilidad sean visibles” (2014, pp. 90). Por esta razón deben ser realizados cuidadosamente para cumplir con los fines que pretende alcanzar. Sin embargo, litigios artísticos como el de González, donde lo que resalta no es su apellido o su reconocimiento en el medio del arte, lo que propenden es por sensibilizar a la sociedad y servir como altavoz para las plataformas de víctimas y victimarios que están intentando poner juntos los pedazos de aquello que un día se quebró. Así, Auras Anónimas cumple con los efectos sensibilizador y transformador propios de este tipo de litigio. El recordar siempre va a tener un lugar primordial en el acto de perdonar, y por eso es que estas manifestaciones deben protegerse a toda costa. Los columbarios son edificaciones que se han visto deteriorados por su abandono, que como se ve en la foto de la primera página están siendo invadidos por la naturaleza, e incluso han sido objeto de controversias en las agendas distritales, pero una obra tan imponente, diciente y reflexiva como la de Beatriz debería mantenerse para toda la vida. La única posibilidad de que no retornar al conflicto armado, además de brindarle garantías a la ciudadanía olvidada, es mantener la memoria de las víctimas en un lugar especial de la sociedad. Todas las almas anónimas que allí descansan merecen ser respetadas, valoradas y recordadas, pues sería muy indolente como pueblo ignorarlas para seguir en el estado de atrocidades en que se ha vivido por más de medio siglo.
Nicolás Fillippo Rangel