Textos 2021 · 6 julio, 2021

Cali estaba llorando

Miré por la ventana del edificio en el que me encontraba. El cielo era de un gris oscuro y amenazante. Andrés todavía estaba contemplando la escultura de la sala anterior. Decidí seguir, ansiosa de descubrir un poco más sobre el arte colombiano. Entré en una sala iluminada por una tenue luz, que le daba un aire melancólico. En la pared central estaba expuesto un cuadro cuyos colores vivos me llamaron la atención. En el medio estaba un árbol oscuro e imponente con ramas que sobresalían del cuadro y, a los pies de su enorme tronco, se veían cuerpos tendidos sobre mesas. Eran hombres y mujeres vestidos de rojo, naranja, morado, verde y azúl. Algunos tenían los ojos abiertos, otros cerrados, pero sus posiciones eran las de seres inanimados. A su alrededor había un paisaje de campo, con árboles de colores cálidos. El cielo era de color naranja pálido. “El cielo está sangrando”, pensé. Había algo inquietante en esta imagen, como un silencio inmóvil y fúnebre. Me acerqué para leer la descripción que estaba expuesta a su lado. Estaba escrito “Alfonso Quijano, La cosecha de los violentos, 1968, Xilografía coloreada, 39 x 68 cm”. El título de la obra me interpeló. Empecé a escudriñar de nuevo el cuadro, cuyo significado tomaba todo su sentido con esta metáfora. “Es cierto, me dije a mi misma, los cuerpos inertes parecen ser los frutos de este árbol, cuyas ramas apuntan hacia ellos como garras”. En su tronco, noté una proliferación de árboles en miniatura que lo estaba gangrenando.

No tuve tiempo de pensarlo más, porque sentí la presencia de Andrés a mis espaldas. Me volteé a mirarlo y él me sonrió.“¿Qué piensas de esta obra?”, me preguntó. “Al principio, me hizo pensar en el árbol de la vida, de Gustav Klimt”, le contesté. “Pero ahora que lo miro bien, ya no tanto. El de Klimt es un cuadro que aunque refleja la complejidad de la vida, tiene algo de esperanza, con la pareja abrazada a la derecha del cuadro, que representa el amor y el logro en la vida. En este caso, solo veo muerte. Es una cosecha que se repite, el árbol vuelve a tener sus frutos. Es decir que no existe escape a la violencia.” Andrés miró el folleto explicativo que nos entregaron al principio de la visita. “Es verdad”, dijo. “De hecho, mira lo que dice Ordóñez sobre la obra : “(…)El panorama de la muerte no es una señal de alerta, es una cruda resignación. Los muertos no van a dejar de estarlo, la violencia está de hecho inserta como un factor indisoluble en el imaginario y en la historia nacional”. Miré hacia la ventana otra vez, pensativa. Esa realidad siempre me había parecido lejana porque había vivido muy poco en el país. Sus horrores sólo los percibía a través de los ojos cansados de mi abuela.

Frente a mi silencio, Andrés siguió. “¿Recuerdas el cuadro que vimos en Bogotá? El que se llama La Violencia, de Alejandro Obregón. Es una obra que representa el cuerpo sin vida de una mujer embarazada, que fue asesinada en el conflicto.” Le dije que sí, y sentí un escalofrío recordando ese cuadro. La manera en la que el cuerpo de la mujer se confundía con el paisaje del tercer plano así como los tonos utilizados por el artista me había parecido muy poético y poderoso. Era como si aquella mujer fuese parte de la tierra, como una diosa de la naturaleza muerta, cuyo rostro, aún en la muerte, no parecía sereno. “Pues esta obra me parece que complementa perfectamente la de Quijano”, siguió Andrés. “Esta mujer podría estar debajo del árbol, junto con los otros cuerpos”. Los dos seguimos contemplando la obra, pensativos. Después de algunos minutos, le contesté :“Hay algo terrible en hablar de cadáveres y de muerte tan fácilmente, ¿no lo crees?”. Frente a mis palabras, explicó : “Justamente eso es lo que denuncian los dos artistas, la muerte y la violencia forman parte de lo cotidiano, nos hemos ido acostumbrando porque es nuestra realidad, aún hoy en día. Tanto que algunas veces ya no sentimos nada cuando en un medio de comunicación nos hablan de una masacre que hubo en tal o tal región. Es como una cosecha, nos preguntamos cuántos habrán matado hoy como si habláramos del número de manzanas que habrán recogido en un huerto.”

Tras escucharlo, me acordé de un libro que me había leído recientemente, uno de Hannah Arendt llamado Eichmann en Jerusalén. En este libro, la autora judía alemana que huyó del régimen nazi, siguió el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén para The New Yorker, y desarrollo el concepto filosofico de “La banalidad del mal”. Un extracto del libro me surgió por la mente. “El mal nunca es ‘radical’, sólo es extremo y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Eso es la banalidad del mal. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical”. En ese instante sentí que la obra de Quijano ilustraba muy bien el concepto de Arendt. El árbol en el centro no era particularmente demoníaco. Tampoco lo eran los diferentes actores del conflicto armado en Colombia. En realidad, se ha interiorizado una violencia cultural que se ve reflejada a diario a través del lenguaje, de los valores y las prácticas en la sociedad. Esto llevó a la legitimación de la violencia estructural y directa, transformando el árbol de Quijano en un árbol genealógico de generaciones de violentos y violentados.

Mientras nos alejabamos de esa obra que tanto nos había hecho reflexionar, para dirigirnos a la última sala, miré a Andrés y le dije, “¿Sabes qué? Creo que ese es precisamente el rol del arte. Es hacernos cuestionar sobre todo lo que compone nuestra realidad, y que hemos interiorizado y normalizado a lo largo de la historia. El semestre pasado estudié a un autor francés, Pierre Bayard, que decía que el papel del artista era de proponernos una visión menos tradicional y lineal de la historia, para considerarla como una serie de hechos enlazados de forma desordenada, que contienen huellas del pasado y fragmentos del futuro, cuyos reflejos de sus puntos de encuentro son captados por el arte en general. En el caso de La cosecha de los violentos, eso es lo que hizo el artista. Esa obra es un punto de encuentro entre el pasado y el futuro, por lo que se inspira de un hecho histórico pasado, el periodo de la violencia de los años 50, pero también predice el futuro, por lo que también podría ilustrar el conflicto armado colombiano contemporáneo. Definitivamente, los artistas son como magos que perciben el tiempo de manera diferente, como si viviesen en una dimensión intemporal. Logran ver lo que nosotros no podemos ver. Son esa vocecita que nos quita el velo que tenemos frente a los ojos cuando menos nos lo esperamos”.

Andrés me miró y me sonrió, satisfecho de haberme transmitido un poco de su pasión por el arte colombiano.

Cuando salimos del museo se escuchaba música, gritos y el ruido de los cacerolazos. Y disparos.

Cali estaba llorando.

Marianne Laurence Neira Chéné

Anexo :

● La cosecha de los violentos, Alfonso Quijano,1968, Xilografía coloreada, 39 x 68 cm.

● El árbol de la vida, Gustav Klimt, 1909,195 x 102 cm.

● La Violencia, Alejandro Oblegón, óleo sobre tela, 1962.


Bibliografía :

– ARENDT, H. (2003), Eichman en Jerusalén. Un estudio sobre la Banalidad del mal,

Barcelona: Lumen.

– BAYARD, P. (2016), Le Titanic fera naufrage, Paris, Minuit.

– GALTUNG, J., (1990), Cultural Violence, Journal of Peace Research, Vol. 27, No. 3., pp.

291-305.

– ORDÓÑEZ, L. (2009), La cosecha de los violentos ,enTextos sobre la colección de arte del

Banco de la República, disponible en:

<http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/textos-sobre-la-coleccion-de-arte-del-banco-de-larepublica/alfonso-quijano/la-cosecha-de-los-violentos>