por David Ramírez Del Busto.
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Ensayo sobre la sala Historia del Museo Nacional.
Volví al Museo Nacional por tercera vez en el mismo mes. Por cuestiones de la vida, universitarias en este caso, fui más al museo este mes que en toda mi vida. Incluso, este año fui por primera vez al museo que debería ser visita obligatoria para todos los colombianos. Aunque debo admitir que siempre lo tuve pendiente en mi lista no escrita de cosas por hacer, nunca lo hice. Nunca fue un plan de viernes con mis amigos. O de domingo familiar. Tampoco una salida pedagógica del colegio. – ¿Ir sólo? – Definitivamente, no. – ¿Por qué no? – Sí. ¿Por qué no? Esa, junto a la necesidad de ir a un museo para escribir este texto, fueron las razones para volver al Museo Nacional. Esta vez quise recorrer la sala de la Historia del Museo Nacional (¿hay algo más contemporáneo que explicar el porqué de una institución y cuestionar el relato histórico?) – ¿La más aburrida? – Dijo mi querida amiga del curso, Sara. Sí, la más aburrida. Tengo un interés particular por las instituciones de nuestra sociedad. ¿Para qué funciona una institución? ¿Y qué historia nos quiere contar? Estas fueron algunas de las preguntas que le hice a la aburrida exposición. – ¿Fue muy terrible? – ¡Claro que no! Fue terriblemente interesante. Aún más si eres un nerd de las curiosidades históricas. Volviendo a las preguntas, pensé, entonces, para qué carajos sirve un museo nacional. Cuáles son las funciones prácticas y simbólicas que desempeña este lugar tan poco concurrido. Para fines prácticos, – sí, soy un utilitario – me gustaría justificar que un museo nacional es para su Estado, lo que es la casa de la abuelita para una familia. Sin duda, existe un vínculo analógico entre ambas composiciones sociales. Pues dentro de ambos contextos, se ejecutan las tres funciones esenciales de un museo: Estudiar, el componente investigativo y pedagógico; Preservar, el taxonómico y patrimonial; y Comunicar, el curatorial (González, en Arcadia, 2011).
La Mesa franca: Estudiar.
La sala de historia, como cualquier buena historia, empieza por el comienzo: el Museo Nacional fue comisionado para inventariar y estudiar las riquezas naturales del país conformando colecciones científicas de diversa índole: “fauna, flora y minerales constituyeron sus primeras colecciones de estudio, sin perder de vista que esa investigación científica pudiera derivar en alternativas de usufructo de los recursos naturales como contribución a la industria” (Museo Nacional de Colombia, s.f.). Si bien en su inicio el museo no fue fundado con el noble objetivo de tejer la historia común de la nación, su componente pedagógico siempre ha estado presente. Estos elementos naturales no están exhibidos. Más bien, muestran cartas escritas a puño y letra desde Cristóbal Colón, a los primeros ministros de la nación. Esta es una sala de letras, de actos del habla; las recetas para crear las instituciones. Estas se entretejen con las narraciones en las paredes de la sala que recuentan los estragos que ha sufrido el museo por la política y la politiquería colombiana. Los retratos de los culpables al estilo de los grandes proceres, los documentos con normas, decretos y fotos grupales de los que parecen ser los hombres más poderosos en algún momento de la historia. Este hecho me hace pensar en la mesa del comedor de la casa de la abuelita; la Mesa Franca, donde no solo se comparte abiertamente los platillos y las recetas secretas, sino las ideas. Son espacios organizados de conversación. De debate, de disputa, de reclamo. De construcción conjunta de concesos, donde se toman las decisiones de la casa. De igual forma, el museo descubre conocimiento y define qué se debe o no comunicar; qué hace parte de la historia del museo y a qué se le hace la vista gorda. Nunca lo sabremos, como nunca sabremos los secretos del abuelo.
La poltrona, la cerámica y las joyas de la familia: Preservar.
En segunda instancia, la función de preservar la colección de objetos ha sido la más representativa del museo. Como buena institución importada de la alta cultura europea, como lo narra las paredes del museo, el primer embajador oficial de Colombia, Francisco Antonio Zea, hizo su verano de coolhunting a Francia para entender cómo se hace un museo. En su trayecto, al mejor estilo colonizador, trajo consigo algunas piezas de museo, como un tejido inca desde Perú, hoy a punto de deshilarse. Bajo esta óptica, la de cazar tesoros, ha operado el museo hasta la fecha: retratos familiares de quién sabe quién, monedas de antaño, escudos, bustos, hasta un sofá abaleado del palacio de justicia. En definitiva, cazar, categorizar y conservar en el mejor estado posible son tradiciones de las disciplinas científicas occidentales que tuvieron su gran auge durante el siglo XIX y XX. Conservar lo inconversable por el posible uso que podría tener algún día. Quién y cómo conservar los tesoros de la nación, han sido las preguntas centrales. ¿Y quién podría cuidar mejor el patrimonio material, sino una abuelita? El museo funciona igual que las manos de la abuela: con un profundo sentido de la responsabilidad y cuidado, y con las destrezas para reparar lo que debe ser reparado. Acá nada se bota, se arregla.
Los álbumes de fotos y las historias: Comunicar.
Finalmente, el museo debe crear historias e hilar significados a partir de los objetos. Esta es su función de comunicar. O la curatorial. Parecería la más insignificante de puertas para afuera, pero es, sin duda, la más importante de los museos. Pues de nada sirve exhibir un objeto si no se tiene el contexto, el argumento y las conexiones inesperadas. Desde la República Liberal, en los años 30 del siglo pasado, se gestaron las reformas educativas necesarias para la modernización de las disciplinas, de las instituciones y del relato histórico, el cual empezó a cuestionarse, transformarse y actualizarse (Museo Nacional, s.f.). Como en la casa de la abuelita, una fotografía no tiene el mismo significado sin la historia que la acompaña; la historia del matrimonio, del paseo familiar o de los años jóvenes. Sentarse a ver las fotos y escuchar las historias es uno de los momentos más significativos para una familia. De la misma forma, a partir de la construcción de sentido entre los objetos, obras de arte, reliquias, y de lo que se cuenta de estas, es que el museo adquiere su pertinencia y su lugar dentro de la sociedad. Un museo mudo no nos sirve ni nos interesa. Queremos un museo que nos haga experienciar las historias de los propios, los ‘compatriotas’, sea de la época que sea, y recordar aquello que nunca vivimos.
Entonces, ¿qué hace tan importante la casa de la abuelita para nuestra familia? ¿Y qué hace relevante tener un museo nacional? ¿Por qué la casa de la abuelita nos crea identidad, y el museo nacional no es más que un ‘nada’? ¿Por qué las historias familiares siempre están cargadas de sentimientos, risas, recuerdos, y las historias del museo nacional vienen cargadas del silencio más desolador jamás escuchado? ¿Por qué en casa no falta el tío storyteller que todos amamos? ¿Y en el museo nacional, el funcionario que recita el discurso de libreto escrito en Times New Roman? ¿Por qué siempre los chismes familiares tienes dos o más versiones, y siempre nos interesa saber cada una de ellas con todos los pelos y detalles? ¿Por qué no con la historia de la nación? O, mejor dicho, ¿por qué creemos que el museo nacional solo debería contar una única historia nacional unificante, glorificante y universalizante? ¿Por qué aceptamos ser narrados por historias que poco o nada nos representan? ¿O si nos representan? Aunque, ¿alguna vez hemos leído realmente los textos curatoriales que narran nuestra historia nacional? ¿Por qué no podemos tocar los objetos? ¿Por qué no dialogamos, debatimos, con naturalidad? ¿Por qué no raspamos la olla, como sí lo hacemos en la casa de la abuelita?
Referencias
Museo Nacional de Colombia. (s.f.). Inventarios, saberes y progresos, en Sala 1: La historia del Museo y el Museo en la Historia. Museo Nacional de Colombia.
Museo Nacional de Colombia. (s.f.). Civilización en tiempos de transformación, en Sala 1: La historia del Museo y el Museo en la Historia. Museo Nacional de Colombia.
Revista Arcadia (24 de mayo de 2011). La misión del Museo no es permanecer lleno de gente, sino preservar la memoria del país. Publicaciones Semana S.A.
Rodríguez, V. (1998). La fundación del museo nacional de Colombia. Ambivalencias en la narración de la nación colombiana moderna. En Nómadas (Colombia), 5(1), pp. 76-88
Rodin, A. (1902). El pensador [Escultura de bronce]. Washington DC: Galería Nacional de Arte.