Santiago Gil Zuluaga

Tomo asiento, descaradamente, en el centro de una de las obras de Carlos Alfonso. Un círculo de

ladrillos amontonados, cada uno con semillas y pequeños granos encima. Cierro los ojos. El conjunto

de voces de mis compañeros se empieza a disipar. Cada vez es más borroso. Me empiezo a transportar

a una velocidad escandalosa, mientras permanezco ahí sentado. Ya no son voces. Oigo el ruido

continuo del río, el agua agitada. Sé que es el río, porque la corriente rompiendo con las piedras no

suena en intervalos, como lo haría en el mar. Huele a agua dulce. Los pájaros placenteramente

repetitivos, esa monotonía cómoda, ese canto que dice “hogar”. Ya no siento el piso de madera de una

casa antigua de la ciudad, sino tierra entre los dedos. Hay una conexión directa entre mi cuerpo y la

tierra, pues estoy desnudo, en mi forma más pura, más natural. Abro los ojos. Un fuerte viento golpea

mi cara, caen gotas de agua aunque no está lloviendo. Es la humedad amontonada en la copa de los

árboles, con sus ramas entretejidas. La selva, perpetuamente mojada. El ancho de los troncos es

reconfortante -son los pilares de la vida-. Me levanto del piso, sintiendo el pasto en mis pies. Respiro

profundo y mi pecho se llena del aire más fresco, suave y dulce. Me encuentro en los pulmones de

nuestro planeta: el Amazonas. La tierra empieza a vibrar, haciendo que las piedras más pequeñas

revoloteen en la tierra. El temblor se convierte progresivamente en un terremoto, son las palpitaciones

del corazón de la selva. Las fuertes sacudidas se traducen en vibraciones, que atraviesan la planta de

mis pies, y llegan hasta mi cabeza. La energía del sismo emite ondas de sonido ininteligible, que poco

a poco se estructura, se vuelve más claro, más lúcido. “Vuelve a tus raíces, siente el bosque en ti”,

parece decir la selva.