Ese cielo, liberador e impalpable, que observamos, en el que nos perdemos, en el que creamos imaginarios de nuestras añoranzas, allí, donde bailan nuestras ilusiones extasiadas al compás del silbido de la ventisca. Deseado por quienes reposan recostados sobre campos de césped, mirándolo fijamente, colocando en los bustos de los nubarrones sus anhelos. Sumándose aquellos que, encerrados entre láminas gruesas de concreto, conscientes de su fugacidad terrenal, se liberan al imaginarse “niños juguetones de las nubes”, saltando entre ellas-y con ellas-, besándolas, para finalmente, desfallecer ante sus delicias.
“Un día después” de Leonardo Herrera, es una obra basada en la recopilación de registros fotográficos del cielo en los lugares donde aparecieron los cuerpos de víctimas reportados en los periódicos de 1997 – 1998. Esta recopilación fue hecha específicamente en el Valle del Cauca, una de las zonas más afectadas por la violencia en Colombia hasta la actualidad. Leonardo narra que estas armoniosas e idílicas fotografías pierden su atractivo celestial al verse amalgamadas al último plano que las víctimas pudieron precisar.
El quedar inmerso dentro de la fotografía desde un primer momento es mágico, cielos vivos que pareciesen coquetear con el espectador; sin embargo, al contextualizar la imagen, esos coquetos nubarrones y sus azules empastelados parecieran llover lágrimas de sangre, se convierten en testigos silenciosos que permanecieron ante la atrocidad. Parecieran abrirnos sus portales para permitirnos sentir la muerte entre los labios, se estremece el cuerpo al sentirse traspasado al del difunto. De igual manera, estas fotografías no solo se adueñan completamente de la sensibilidad visual, sino que avivan cada unas de las sensaciones posiblemente presentes en la lamentable escena. Al igual que las nubes, las hojas alrededor bailan, chocan entre sí; los pájaros pían majestuosamente, sus alas se abren y se atiende el plumaje revoloteando velozmente, a veces cesa, a veces se mantiene, a veces se oye a la distancia alejándose periódicamente para no regresar. El suelo se siente rígido, o tal vez acolchonado, pero se siente, los pasos de los perpetradores se oyen y, cual el plumaje de las aves a la distancia, se extinguen. ¿Qué habrán pensado por última vez? ¿Habrán tenido tiempo acaso de pensar? Se abren incógnitas infinitas que jamás podrán ser contestadas, lo que vuelve la situación desesperante para un impotente y colérico yo, que miraba las imágenes una y otra vez por medio de una frívola e impasible pantalla.
Esta es quizá la manera en que, desde mi perspectiva, podría explicar lo potente de esta obra. Su complejidad no radica tan solo en trasplantarse a una somera idea de lo sucedido, se basa en la amplitud de sensaciones que subyacen de cada paisaje. Es ahí donde la obra permite condolerse, al reconstruir una escena desde una vivencia propia, traspasando la dimensión ajena creada desde mi interpretación hasta la dimensión fija propia desde donde escribo este ensayo. ¿Por qué desde la dimensión fija? Porque ni el dolor ni la inconformidad desaparecen, se mantienen vivas y vibran dentro de cada fibra, no se borran ni se desdibujan, permanecerán aferradas firmemente, botarán entre mi consciente e inconsciente hasta que encuentre mi óbito. Es decir, la obra permite una memoria, lamentablemente abstracta, ya que en parte resulta inconveniente, si no irresponsable, comparar una interpretación con la gravedad y la pesadumbre de una muerte real con una amplitud familiar y social tanto dentro de su comunidad como en su país, aunque este último quizá algo obnubilado. Es importante, insisto, convenir en que esta obra sí sensibiliza al espectador, mas no se puede entender jamás la emoción generada como una mínima aproximación a la grave situación de violencia, lo cual no se lo adjudico al autor, sino aclaro que ninguna obra permite tal cosa.
Otro punto importante que esta obra permite identificar es la omnipresencia del cielo. Centrémonos en entender qué es de aquel cielo postrado en lo más alto de nuestros cabezales, entendámoslo como ajeno a nuestra actividad mundana en la tierra- ajeno mas no exento de repercusiones -. Además, detallémoslo como un solo cielo que danza entre tonos y diversas formas, con una extensión que recubre toda nuestra esfera terrestre. Imaginemos, pues, que el cielo gravita dentro de una dimensión aparte a la de nosotros los humanos, quienes buscamos alienarnos de la naturaleza para comprenderla, o quizá para adueñárnosla. Nosotros humanos, reconocemos al cielo como “cielo”, mas él en su dimensión no nos reconoce, prescinde de nuestra existencia, a pesar de que nuestro forzoso esfuerzo de controlarlo todo haya creado una “interdimensión”, la cual se mece entre nuestra dimensión y, en este caso, la del cielo, es esta la razón de que nuestras actividades afecten su comportamiento y no el hecho de que directamente vivamos en la misma. ¿No es entonces esta obra también una forma de resaltar lo efímero de nuestra existencia frente a la inamovible magnitud del firmamento? ¿No es acaso una representación histérica de lo injusto y quebrantador que es irrumpir en la existencia vital de un ser humano a sabiendas de su fragilidad? Es así como los cielos de “Un día después” no solo nos traspasa a un imaginario sensitivo de la situación de la víctima, sino que a su vez abre paso a evidenciar el fatal irrespeto hacia la vida, ya de por sí lábil, que se quebranta frente a un cielo infinito, eterno e inmortal.
Andrés García Jaramillo
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Bibliografía
Un día después: Museo de Memoria de Colombia. (2020). Recuperado el 19 de septiembre del 2020, de: http://museodememoria.gov.co/arte-y-cultura/un-dia-despues/