sobre la exposición de Carlos Alfonso en la Galería Casas Reigner.

Febrero de 2024

Cada paso que daba por el piso de madera reluciente lo sentía como cuando visitaba la finca de mis abuelos. Esa sensación de ir pisando en una superficie firme como el cemento pero frágil como un vaso de cristal, me acompañaba en cada espacio de la galería. Observaba las obras y recordaba ese olor inexplicable que solo tiene el campo. Un olor que entra en tu cuerpo y limpia cada parte de él, sanando las heridas que continúan impregnadas y oxigenando hasta las más mínima célula. Recordaba también, los olores específicos de cuando los visitaba y les ayudaba a prender la leña del fogón, a recoger las hierbas de la huerta y a ordeñar la leche de la vaca. Cada silencio que se provocaba en las habitaciones era como el silencio de la noche, aquel en el que se escucha toda una sinfonía de sonidos naturales que invaden el espacio con su mística y su calma.

Sin embargo, mientras todo lo anterior ocurría, intentaba averiguar desde qué perspectiva estaba pensada la exposición. Por un lado, entendía que desde la visión del artista y la curadora había una intensión de mistificar lo relacionado a las actividades que giran en torno a la recolecta y preparación de los alimentos. No obstante, me preguntaba si para mis abuelos cosechar la papa y ordeñar la vaca lo consideran como un acto de tal trascendencia, o más bien como una actividad cotidiana que hace parte de su diario vivir. Probablemente, era una exposición dirigida a todos aquellos que vivimos nuestra realidad alejada del campo y lo vemos como un lugar utópico en el que se conservan tradiciones que nosotros perdimos y entonces las percibimos como divinas. Pero entonces me pregunto y me agobia la curiosidad de imaginar ¿cómo sería una exposición pensada desde la visión de ellos? ¿magnificarían los lavaplatos eléctricos y las freidoras de aire?

Juliana Castiblanco